Las tristes vacaciones de Amadeo Bernal

Por: Gregorio Verdugo (España)

Es sabido que no existe regla fija, cada una lleva implícita su propia excepción, al igual que la memoria se nos muestra marcada en su costado por las dentelladas acuciantes del olvido.

Amadeo Bernal se agarró como un desesperado a la consagrada regla de que las vacaciones han de ser a la fuerza un evento inolvidable y, por unos cientos de euros, se apuntó a la moda creciente del todo incluido.

Contrató una estancia de una semana en un hotel de telenovela, en una isla paradisíaca, por el montante íntegro de su paga de verano y emprendió el viaje sin demasiado equipaje y con el alma a rebosar de expectativas nuevas.

Tras superar con entereza estoica el pánico a volar y el retraso de dos horas de su avión de dominguero, se presentó en el hotel entrada la madrugada, reventado por los más de ciento ochenta kilómetros de carretera para cabras que lo separaban del aeropuerto y la sonrisa heroica dibujada en su rostro de quien ha alcanzado con éxito su objetivo.

Cuando, en la recepción, le asignaron la habitación en un castellano con acento bávaro y le colocaron la pulsera de plástico que lo distinguía como merecedor de todas las atenciones, Amadeo Bernal respiró hondo y se despojó de la angustia de un viaje poco afortunado con la contundencia aplastante de una única frase.

-Estoy muerto de hambre.- dijo casi sin aliento.

-Lo siento, señor, el comedor se cerró ya hace más de dos horas.- le contestó la recepcionista con sonrisa de alquiler.

-Al menos habrá algo para tomar en el mini bar de la habitación, supongo.-

No sólo le comunicaron que el mini bar estaba más vacío que un cuartel en día de desfile, además no existía más personal en el hotel a esas horas que quien le dirigía la palabra y el guardia de seguridad que vigilaba, somnoliento desde la profundidad de su garita, la entrada principal del recinto.

Contrariado, se retiró a la habitación arrastrando su equipaje y su pesar ante la desolada expectativa de una noche sin un bocado que llevarse al estómago, sin un whisky con el que calmar su ansiedad y con el insomnio recién estrenado de los nervios del viaje.

Nada más entrar en el aposento descubrió que las fotografías que había visionado en internet de las instalaciones del hotel eran más producto de photoshop que una representación fiel de la realidad. El colchón no tenía nada que ver con el de látex sobre el que su cuerpo solía descansar plácidamente cada noche en su apartamento de soltero sempiterno y el somier disponía de unas diminutas ruedas en sus patas que, al más mínimo bostezo del cuerpo, convertía el descanso en una etapa de rally sobre caminos pedregosos.

Durante esa primera noche, y ante la expectativa de un desvelo prolongado mareando la habitación, decidió recorrer las instalaciones del hotel con la esperanza de encontrar algo o alguien que le aliviara su situación de abandono.

Al final de su periplo, tras recorrer los jardines interminables de palmeras contrariadas, las vetustas instalaciones deportivas, las ocho piscinas de agua salada y los tres comedores cerrados a cal y canto, se encontró ante las puertas de celosía de madera de uno de los chiringuitos destinados a atender la demanda de los bañistas de una de las piscinas. Descubrió sin fatalidad que bastaba con introducir una mano para descorrer el pestillo que salvaguardaba de los intrusos su preciado contenido y que, al igual que el resto de las prestaciones del complejo hotelero, la seguridad dejaba bastante que desear.

Así que, sin pensarlo dos veces, abrió el postigo sin hacer ruido, se introdujo en el oscuro interior de celosía y, a tientas, encontró dos botellas de whisky escocés y una máquina cansina con las tripas a reventar de cubitos de hielo. Con el tesoro camuflado entre sus vestimentas, regresó con sigilo a la habitación meditando en la capacidad para transformar a una persona que posee la desesperación.

Aquella primera noche, Amadeo Bernal concilió el sueño tras trasegar media botella de whisky a oscuras en su aposento, descojonándose de la risa ante el ridículo esperpento de que, lo que había de ser una noche idílica en un entorno de ensueño, acabase convirtiéndose en una escaramuza de bandolero.

En los días siguientes hasta completar su semana, Amadeo Bernal descubrió que las toallas costaban dinero, que el minibar no se lo rellenarían en toda su estancia, que las comidas eran escasas y de una calidad deprimente, que no te preparaban el almuerzo para llevar cuando salías del hotel la jornada completa, que era imposible la comunicación con el personal porque lo componían un batiburrillo de razas y lenguas diversas arribadas a la isla a lomos de cayucos de inmigración ilegal que trabajaban de sol a sol por una miseria, que las bebidas que incluía su contrato eran de unas marcas irreales con un sospechoso sabor a petróleo, que para ir a la playa tenía que caminar más de media hora bajo los rigores de un sol de justicia, que estaba sólo y desamparado, a más de dos mil quinientos kilómetros sobre el mar de su casa, y que sus vacaciones de ensueño habían acabado por convertirse en una aventura de atracos a toallas, geles de baño y botellas de whisky por los pasillos en penumbras y de sacar a escondidas bocadillos clandestinos del restaurante para tener algo que picar entre horas..

Pero sin lugar a dudas, el descubrimiento que más sorprendió a Amadeo Bernal durante la semana de ensueño en su isla perdida fue el desafortunado uso que de la palabra todo son capaces de hacer algunos con tal de atiborrar de dinero sus bolsillos sin fondo.

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